martes, 11 de noviembre de 2008

La SGAE y el síndrome de Diógenes


Decir que la SGAE es, desde el punto de vista del propio creador, un lobby institucionalizado que encarna a una especie de posmoderna perversión de los ideales de Robin Hood, robando a los pobres para dárselo a los ricos, no es, ni mucho menos, una afirmación excesivamente original, aunque sí la descarnada constatación de un hecho.

A modo de ejemplo, cuando quise editar el DVD con mi cortometraje La Espiral de Lug, el responsable de la empresa de duplicado tuvo que realizar las copias en el extranjero, pues, al no ser yo miembro de la Logia, se arriesgaba a que le cerraran el chiringuito: al parecer, estaba vulnerándome mis propios derechos de autor. Claro que la otra opción era pasarme al lado oscuro de la fuerza, firmar un contrato con mi sangre y pagar las cuotas de inscripción en la SGAE, para que éstas, junto con una parte de los miserables beneficios generados por la venta de mi DVD, se los repartieran entre Ramoncín, Joaquín Sabina y la Pantoja.

Pero también es cierto que vivimos en una sociedad en la que impera un pensamiento extremadamente simplista y maniqueo, dotado de la misma complejidad conceptual que una película de Chuck Norris. Y es que ahora resulta que, al ser la SGAE una mafia, la conclusión a la que todos deberíamos llegar es que se han de suprimir los derechos de autor.

Pero los defensores de esta idea no lo dicen para ahorrarse unas pelas, no. Sino por el bien de la Humanidad. En otras palabras, para lograr la liberación del arte y del pensamiento, la democratización de la cultura y con el objeto de que, en definitiva, cualquier persona, por muy humilde que sea su condición, pueda tener a su alcance -gracias a un ordenador de última generación y una conexión de banda ancha- toda la creación artística producida por la Humanidad al completo.

Hagamos una demostración empírica de ello.

Voy a realizar varias consultas en el buscador de un programa de esos que todos tenemos instalados, de los de bajarse cosas por la cara, para sondear los intereses e inquietudes culturales de los internautas. Primeramente, tecleo “Miguel de Cervantes” y aparecen 120 archivos. A continuación, busco cualquier cosa relacionada con “Jenna Jameson” y salen 6.800. Busco algo sobre “Nietzsche” y surgen 49 documentos. Más tarde hago lo mismo con “Star Wars” y salen 8.143. Busco “Richard Wagner” y aparecen 83. Finalmente escribo “Britney Spears” y el programa muestra 7.130.

¿Y qué me encontraré al teclear “Termópilas” en el Google? ¿Acaso algún sesudo y extenso estudio erudito acerca de las Guerras Médicas y sus consecuencias históricas? Pues no, cliqueo lo primero de la lista y aparece la foto de un Master del Universo anabolizado matando a un ninja-talibán con cara de zombie.

Ahora hagamos una encuesta… ¿sabría usted decirme quién es uno de los músicos de Rock que en más demandas por plagio ha estado relacionado? No, no es Manolo Kabezabolo ni los Gigatrón, sino Elvis Presley. Y mucho me temo que sus demandantes no fueron ominosos lobbys ni todopoderosas corporaciones discográficas, sino más bien humildes y desconocidos músicos de Rhythm’n’blues de raza negra, cuya obra fue vampirizada sin compasión. En fin, por muy libertaria que pueda parecer esta idea, todos sabemos quiénes serían los mayores beneficiarios al suprimirse los derechos de autor. Después de todo, ¿por qué pagaría una productora el sueldo a un compositor o guionista, si puede meterle mano a la obra de algún autor desconocido por la cara?

Hará unas semanas, sentado en el autobús, escuché a un adolescente explicarle a su abuelo todo lo que podía hacer con su ordenador. Creo que no dijo nada que fuera legal. Hace poco también escuché a otra persona hablar de la cantidad de música que tiene gravada en DVDs. Automáticamente, hice algunos cálculos mentales y tras ello no pude evitar alcanzar esta profunda reflexión: ¿quién puede tener tiempo suficiente como para escuchar 100 Gigabytes de música en formato mp3?

Y no hablo sólo de comprar discos, sino de algo mucho más profundo. ¿Alguien recuerda aquellas entrañables cintas TDK o Sony de 90, que eran entregadas ceremoniosamente a ese privilegiado amigo poseedor de apenas una cincuentena de discos? Su retorno a nuestras manos, albergando en su interior aquel par de ansiados elepés –y alguna canción de relleno-, era como la llegada de los Reyes Magos en nuestra infancia, un auténtico regalo para nuestros oídos que escuchábamos una y otra vez con deleite. Pero ahora ¿qué queda de todo eso?

Vivimos rodeados de individuos afectados por un severo síndrome de Diógenes Friki, que dedican su tiempo a atesorar incansablemente gigas y gigas de música, cine y videojuegos, a los que, en el mejor de los casos, sólo van a reproducir una vez en su vida. Gente que padece un desaforado, estúpido y estéril afán coleccionista que, al igual que el nuevo rico que sólo compra libros para decorar su salón, tiene como único objeto el poder presumir de lo que tiene. Pero, al mismo tiempo, esta gente se escandaliza cuando les suben diez céntimos el precio del DVD virgen. No les preocupa el Euribor, ni la gasolina o el IPC, no: sólo los putos DVDs.

Admitámoslo: si el ordenador nos resulta una herramienta tan útil es porque, en gran medida, su uso está asociado al consumo de una cantidad brutal de material pirata. Algo que supone un gran negocio para unas empresas de hardware que no son precisamente OGNs, y que ha hecho que toda una generación de jóvenes haya crecido creyendo que Internet es una especie de surtidor sin límites, un grifo que sólo hay que abrir para encontrarse ante toda la música, cine y entretenimiento que deseen, de forma gratuita. Un bien cuyo valor nunca podrán llegar a apreciar, al no costarles absolutamente nada.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Caballero del siglo XII


Siguiendo con las ilustraciones, incluyo esta de un caballero del siglo XII, que realicé para acompañar a un artículo que publiqué el primer número de la revista Memoria, titulado Sangre, Sudor y Hierro. En realidad, se trataría más bien de un caballero villano, miembro de una milicia concejil castellana. Según la terminología de los nobles de la época, un pardillo.

Para su realización empleé un amplio abanico de materiales y técnicas –óleo, pintura acrílica, pastel y carboncillo, entre otros- incluido el clásico salpiconazo guarro que con tanta maestría emplea Chechu.

César Vidal, el Rey Arturo y los Men in Black (I)


Cuando se desea elogiar la carrera de Robert de Niro, normalmente se destaca la calidad de su trabajo interpretativo en obras maestras como Taxi Driver o Toro Salvaje. Sin embargo, cuando se quiere hacer lo mismo con Fernando Esteso, tan sólo se dice de él que ha protagonizado más de doscientas películas.

Siguiendo este principio, no debe extrañarnos que los defensores de César Vidal siempre nos hablen del abultado número de libros que han sido publicados bajo su nombre; una ingente producción que, en los últimos años, vendría a salir a casi un libro por mes. Algo que lo convertiría en un auténtico Príncipe de los Ingenios Meapilas, pues abarca tanto novelas históricas como otras obras de divulgación centradas en los periodos y temáticas más dispares, cuya escritura ha de compaginar diariamente con la dirección de un programa de radio y el rosario de a una.

A cualquiera vagamente familiarizado con el trabajo de escribir, esta labor forzosamente se le antojará una obra titánica y, por tanto, deberíamos imaginarlo pasando las noches en vela, corrigiendo textos y consultando monografías, con los ojos enrojecidos por la pantalla del ordenador y unas profundas ojeras causadas por las largas horas de vigila. En definitiva, con un cuerpo literalmente consumido –nótese el sutil juego de palabras- por el cansancio y el esfuerzo intelectual.

Es decir, nos lo imaginaríamos así si no hubiésemos visto su aspecto lozano, de rotundas y generosas carnes, en alguna fotografía de Libertad Digital.

Hablando sin subterfugios, yo no creo que el hecho de que Vidal emplee una cohorte de negros para sacar adelante su sello editorial neofranquista sea algo criticable en sí mismo, si al menos ofreciera a sus lectores un producto que contase con unos mínimos de calidad. Lo que sí me parece lamentable es el cúmulo de errores históricos que su obra atesora, especialmente si tenemos en cuenta la cantidad de licenciados en paro que hay en nuestro país.

Ojear la introducción histórica de su clásico España Frente al Islam es como leer una de esas antologías del disparate, basadas en los más desafortunados despropósitos de la era postLOGSE. No es de extrañar que entre ellos se encuentre que los íberos habían llegado de Oriente Medio, pues en sus Antigüedades Judaicas, Flavio Josefo dice que los íberos surgieron de los descendientes de Túbal -uno de los nietos de Noe, superviviente del Gran Diluvio Universal-, y aunque el historiador judeo-romano en realidad se refiriese a un pueblo de Armenia llamado de igual forma, esto hizo que, hasta el siglo XIX, se reconstruyera el origen de los españoles a partir de una peregrinación que, procedente de esas tierras y tras atravesar el norte de África, habría llegado hasta nuestra península.

En fin, decir que la bibliografía de César Vidal se encuentra completamente obsoleta bajo la luz de la ciencia histórica actual, resulta un tímido eufemismo semejante a decir que Osama Bin Laden es un tanto puntilloso en cuestiones de fe. Y no deberían extrañarnos todas esas reminiscencias bíblicas, puesto que Vidal es un declarado creacionista que niega la existencia de la evolución de las especies.

(continúa)

César Vidal, el rey Arturo y los Men in Black (y II)


Sin embargo, el disparate que más me ha llamado la atención de César Vidal es uno incluido en su Mentiras de la historia... de uso común, bodrio indescriptible en el cual, de nuevo, algún pobre maquetador ha tenido que ingeniárselas para sacar un libro de donde no lo hay, gracias al empleo de interlineados de un dedo de ancho y letras de cuerpo 24, con las oes como roscones de reyes.

Vidal dedica un apartado para destruir las supuestas mentiras que se han dicho sobre el Rey Arturo y para ello desempolva la teoría expuesta en 1924 por el escritor norteamericano Kemp Malone, según la cual este personaje en realidad habría sido Lucius Artorius Castus, un militar romano del siglo II d.C. a quien conocemos exclusivamente gracias a una estela funeraria hallada en Podstrana (Croacia) que enumera su cursus honorum, es decir, los distintos cargos que el difunto ejerció a lo largo de su vida.

Sin embargo, las teorías de Malone no dejan de ser una concatenación de suposiciones que no logra salvar el abismo cronológico existente entre ese Artorius del siglo II y el personaje que el bardo britano Taliesin presenta combatiendo a los sajones en la Batalla del Monte Badon, la cual, según el monje Gildas, habría tenido lugar en el año 494, extremo corroborado por otras fuentes posteriores como el cronista galés Nennius.

En la película Rey Arturo –un relato de ficción, al fin y al cabo-, basada también en la obra de Malone, el guionista trata de maquillar esta inconsistencia mediante una vaga alusión a que el protagonista sería el último miembro de una larga saga familiar de Artorius. Sin embargo, Vidal sencillamente no ve necesaria ninguna justificación, y así comienza relatándonos la vida de Lucius Artorius Castus -segunda mitad del siglo II d.C.-, para más tarde pasar a describir su participación en la batalla de Mons Badonicus y otros hechos de finales del siglo V.

Cuando uno lee esto y trata de reconstruir mentalmente el proceso editorial que lo ha hecho posible, desde la redacción del texto a manos de uno de sus negros, la supervisión del mismo por parte del señor Vidal, su entrega al editor, el posterior trabajo de corrección y maquetación, hasta que finalmente el producto llega a manos de decenas de miles de lectores, uno no puede por menos que preguntarse… ¿es que nadie se ha dado cuenta de que un tipo no puede vivir más de trescientos años?

En abril de 1953, Albert K. Bender, el director de una revista de ufología norteamericana, anunció a bombo y platillo que al fin contaba con pruebas que demostrarían, más allá de toda duda, la presencia de extraterrestres entre nosotros, las cuales serían publicadas en el siguiente número. Sin embargo, cuando éste llegó a los quioscos, en su lugar apareció un artículo en el que se aseguraba que dichas evidencias habían sido robadas por unos misteriosos hombres vestidos de negro, miembros de alguna oscura agencia gubernamental.

A partir de entonces, comenzaron a resultar cada vez más frecuentes los casos de expertos en ovnis que no podían demostrar la veracidad de sus investigaciones, debido a que sus evidencias habían sido robadas por aquellos misteriosos Men in Black. Todo esto, en lugar de restar credibilidad a sus afirmaciones, contribuyó precisamente a aumentarla: después de todo, ¿qué mejor prueba de que el gobierno estaba en contacto con los extraterrestres que ese interés por ocultar las pruebas que lo demostraban?

Al parecer, nadie se planteó que, en realidad, los Men in Black, pese a ser miembros de una todopoderosa organización que cuenta con tecnología alienígena, jamás habían logrado evitar que la verdad se publicara en unas revistas que se venden en supermercados. Ni tampoco se ha cuestionado el sentido que puede tener que unos agentes secretos siempre vistan igual, a pesar de que las toneladas papel -e incluso dos películas protagonizadas por Will Smith- que nos hablan sobre los Men in Black.

Y tras esta digresión, volvemos a lo anterior. La clave del éxito de César Vidal reside en haber otorgado un cierto respaldo historicista a una determinada ideología. En España hay buenos historiadores de izquierdas y buenos historiadores de derechas, pero ninguno de ellos dice lo mismo que él. Su obra es completamente impresentable y su desvinculación con respecto al ámbito académico absoluta, pero él lo achaca a una conspiración “políticamente correcta” que trata de ocultar la verdad histórica, orquestada por progres, nacionalistas y homosexuales. Y si alguien critica algún aspecto de su obra, se debe precisamente a que forma parte de ella.

Después de todo, ¿qué mejor prueba de la existencia de una conspiración para manipular a la Historia que las críticas dirigidas a quien la denuncia?

domingo, 2 de noviembre de 2008

Drinking horn



Continuando con la miscelánea artesanal, incluyo una muestra de uno de mis últimos trabajos de labrado de cuerno y hueso, materiales que resultan bastante agradecidos de trabajar con las gubias. Para decorar este cuerno de beber, he empleado como referencia un relieve de la Iglesia de Hylestad (Noruega, siglo XIII) que muestra a Sigurd matando al dragón, junto a un detalle de la Arqueta de San Millán (siglo XI), que representa la toma de Amaya, capital de los cántabros, por el rey visigodo Leovigildo.
This is my last engraving work: a drinking horn decorated with a motif taken from the Hylestad Church (Norway, 13th century) of Sigurd killing the dragon, and a detail of Sant Millán’s chest (Spain, 11th century), representing the conquest of Amaya, the capital of the Cantabrians, by the Visigothic king Leovigildo.

La Espiral de Lug


La Espiral de Lug fue un cortometraje que escribí, dirigí y produje con la inestimable ayuda de Chechu Pérez Orellana y Ches G. Villegas, además de la colaboración de la A. C. Orgenomescos. También realicé la infografía 3D y un montaje que más tarde sería utilizado como referencia para el definitivo, ya en sala AVID.

El corto, de casi media hora de duración, está ambientado una década antes del inicio de la invasión romana de Cantabria. Deambula, en ocasiones, por la peligrosa senda que separa lo ambicioso de lo pretencioso, aunque no faltan los destellos de calidad -o eso dicen, y yo prefiero creerlo-. Fue galardonado con el Premio Dobra en el V Festival Internacional de Cortometrajes de Torrelavega, concedido al mejor corto producido en Cantabria, y proyectado en varios festivales, aunque, debido a su duración -se trata practicamente de un mediometraje-, no fue fácil que pudiera encajar en muchos más.

Cada vez que miro atrás y analizo algún trabajo realizado hace años, invariablemente éste me parece un tanto infantil. Seguramente se deba a que vivo inmerso en un continuo proceso de maduración y reflexión personal, que me permite comprender cada vez mejor el mundo que me rodea y mi propio yo interior. Aunque también resulte muy posible que se deba a que yo mismo sea un tanto infantil. O al menos, esto último es lo que opina mi pareja.

En fin, creo que, en conjunto, este trabajo constituyó una gran experiencia que nos permitió afrontar infinidad de problemas de producción que en otros cortos más “de andar por casa” jamás se presentarían: desde los más obvios, derivados de su misma ambientación histórica –vestuario y decorados-, los efectos especiales de sangre y latex, la infografía 3D, el rodaje de escenas de acción, la existencia de un equipo de rodaje muy numeroso –compuesto, algunos días, por casi 50 personas-, unas localizaciones bastante complicadas y poco accesibles, etc.

Edité el cortometraje en DVD, serigrafiado y con carátula. Es posible adquirirlo por 10 euros mas gastos de envío, escribiendo a:
yeyobalbas@yahoo.es
La Espiral de Lug (“Lug’s Spiral”) was a short film that I wrote, directed and produced with the collaboration of Chechu Pérez Orellana, Ches G. Villegas and my friends of the re-enactment society Orgenomescos. Moreover, I made the 3D special effects and an editing used as a reference for the final cut. It’s almost half of an hour long, and their argument is related with the roman invasion of Cantabria.

Mari, Dan Brown y el matriarcado primigenio (y II)


Ez zen eliza ez kristorik / No eran ni la iglesia ni Cristo
arbasoen sinismen jarretan. / en lo que creían nuestros antepasados.
Apaiz fraile bajo Vaticano / Los curas, frailes y monjas estaban en el Vaticano
Ta sorginak akelarretan. / y las brujas en los aquelarres.
Ez zen eliza ez kristorik / No existía ni la iglesia ni Cristo
Gizarte haretan. / en esa sociedad.

Pese a su completa desvinculación con respecto al mundo académico, o tal vez debido precisamente a ello, letras como las del grupo de rock Kortatu han sabido retratar mejor que nadie buena parte de la actual subcultura matriarcal.

En nuestra piel de toro, la Matriarcomanía se instauró de la mano de Julio Caro Baroja (Los pueblos del Norte, ed. Txertoa), quien, basándose en una referencia del geógrafo griego Estrabón sobre los pueblos del norte de la península hacia el cambio de era, postuló la existencia de un matriarcado de origen vascoide en ese ámbito. De nuevo, esto ha creado otro efecto bola de nieve y estudiosos posteriores, como Barbero y Vigil, han ido mucho más allá, trasladando todo ese supuesto matriarcado hasta los albores de la Reconquista.

Sin embargo, especialistas actuales como Eduardo Peralta o Narciso Santos Yanguas han echado por tierra todas estas teorías. Estrabón, miembro de un pueblo en el que la mujer era sistemáticamente relegada, se encontró ante una sociedad en la que ésta contaba con bastantes libertades, lo cual malinterpretó, utilizándolo como arma para destacar su carácter incivilizado. Pero el hecho de que las mujeres heredasen la tierra no suponía que ostentaran el poder económico, tal y como habría ocurrido en una sociedad agrícola como la suya, pues en el norte de Iberia ésta sólo era una actividad marginal, complementaria a la ganadera.

Pero durante años, cada vez que alguien se topaba ante alguna costumbre en la que la mujer poseía una cierta preeminencia, automáticamente se la considera una pervivencia de ese supuesto matriarcado, y no han faltado los han visto en las sociedades gastronómicas del País Vasco una de sus muchas reminiscencias.

Tampoco faltan las obras de ficción que nos hablan de unas sacerdotisas matriarcales adalides del buen rollo y la corrección política, como Las Guardianas del Tabú de Javier Lorenzo. Y es que, aunque no existió un matriarcado entre los antiguos cántabros, ni ningún tabú en torno a la luna –otra creación de Caro Baroja, también muy superada-, en la literatura actual existe un gran interés por otorgar protagonismo al ámbito femenino, especialmente dentro de un género, como es el histórico, en el que casi el 75% de sus lectores son mujeres. Paradógicamente, en cierto modo esto ha materializado buena parte de los ancestrales temores patriarcales. Ya se sabe que, tal y como señala Stefan Bollmann, las mujeres que leen son peligrosas.

Sin embargo, la más significativa manifestación de ese matriarcado asociado con la Diosa Madre sin lugar a dudas es Mari.

Cuando, a lo largo del siglo XIX, etnógrafos y literatos como Joseph Agustín Chaho, José María de Goizueta, Juan Venancio de Araquistain, Julien Vinson o Wentworth Webster estudiaron la mitología popular vasca, tan sólo encontraron unos seres femeninos que normalmente relacionaron con las hadas gaélicas. Es José Miguel de Barandiarán, considerado por muchos el "patriarca de la cultura vasca", quien nos habla por primera vez de Mari, un numen supremo femenino de carácter terrestre.

Mari es María, es decir, la virgen cristiana, pues este nombre es con el que en euskera se conoce a la madre de Jesús. Barandiarán recogió una serie de relatos populares protagonizados por una virgen revestida de infinidad de rasgos heterodoxos y unas damas que anteriormente habían sido catalogadas como hadas, lo que él consideró un caso de asimilación de una deidad anterior. Sin embargo, con poco más de treinta relatos breves componiendo lo que él denomina El Ciclo de Mari, su carácter de numen supremo de la mitología vasca sólo obedece a una arbitraria identificación con la Diosa Madre postulada por Bachofen, al estar este investigador absolutamente convencido del carácter “prehistórico” de la cultura tradicional vasca.

Eso no quita para que este numen supremo, y el supuesto culto brujeril medieval, hayan servido para que algunos se hayan montado todo un panteón pagano, supuestamente vigente en pleno siglo XX. Algo que jamás creyeron aquellos investigadores que lo hicieron posible, pues sólo nos hablan de pervivencias paganas dentro de una sociedad cristiana... y la mejor prueba de ello es que tanto Julio Caro Baroja como José Miguel de Barandiarán eran curas (ver la foto de este último, que da inicio a la presente entrada).

En fin, la facilidad con la que se difunden las ideas humanas es proporcional a la medida en la que éstas encajan dentro de un sustrato ideológico ya existente. De ahí que muchas creencias historiográficas completamente superadas permanezcan en vigencia dentro de determinados ámbitos, mientras que otras, de rabiosa actualidad pero muy lejos de encontrarse demostradas, hayan logrado una entusiasta implantación en muy poco tiempo.

Desde una perspectiva progresista, resulta muy seductor el considerarse descendiente de un pueblo defensor de los valores feministas y tal. Pero no se puede confundir lo que fue, con lo que me a mí gustaría que hubiese sido. Y tampoco hay que olvidar que los principios del feminismo poco tienen que ver con establecer un matriarcado.